Su olor le repugnaba con tal intensidad que a ratos le era insoportable estar en la misma habitación que ella. Esta era una de esas ocasiones en donde la distancia, a veces mitigada por la indiferencia, resultaba insalvable. Cerró la puerta tras de sí y pensó, mientras intentaba huir de su aroma, que el olfato es un sentido primigenio y originario. Llegaron a su memoria recuerdos que emanaban como efluvios de ira espontáneos e involuntarios desde las profundidaes de su alma. Extrañamente eran recuerdos inodoros, dolorosos pero inodoros. Imágenes, sonidos, representaciones tactiles, sin embargo no había aroma, esencia o prefume que recordar. Aunque no quisiera reconocerlo, había cierta rectitud y pureza en las escenas recordadas.
Aquella ocasión era de noche y esperaba junto a su hermano la llegada de sus padres del trabajo. Al momento que atravesaron la puerta de entrada levantaron sus manos y brazos al aire con espíritu triunfal, tal y como si fueran héroes de guerra que regresando victoriosos por las avenidas de la ciudad, son vitoreados ruidosamente por los ciudadanos. Los hermanos celebraban sagradamente el arrivo de comida preparada y, en alguna medida, de los padres que traía consigo. Mientras fuera artificial era bienvenida. No obstante al detenerse brevemente, mientras bajaba la escalera, en el recuerdo de sus padres y la comida que ellos traían, se le hizo patente que adolecía de algo esencial: su aroma.
Sus recuerdos nos tenían ningún olor. Súbitamente fue golpeada con violencia por la clara y nítida noción de que no había aroma que habitara en su memoria. Poco a poco mientras avanzaban sus primeros años, la supuesta pulcritud de recuerdos inodoros fue perdiendo su potencia para convertirse en aromas más cercanos a la putrefacción del presente. Aún en su historia, no bien era construída y pujaba por ser relatada, llegaba inexorablemente a la encrucijada que la llevaba por el camino de la repulsión aromática que tanto le pesaba.
-Esta vieja de mierda me quitó hasta el olfato- pensó en voz alta. Era como si la podredumbre de su madre contaminara el simbolismo innerente a sus recuerdos. Era como si a su madre no le bastara con contaminar su vida y su entorno, sino que su hediondez llegaba a tal profundidad que infectaba la historia de otros. -Esta vieja de mierda siempre fue hedionda- pensó, pero esta vez para sí misma.
Llegando a su pieza tras bajar las escaleras imaginó un hijo. Lo imaginó limpio y sano, lo imaginó angelical. Y mientras se regocijaba con los simbolismos de su propia fantasía, orgullosa de engendar desde sus entrañas semejante criatura celestial, una bocanada del cigarro de su madre atravesó su espacio y le generó arcadas. Cada mueca, cada quejido y cada tos de su madre eran certeros golpes sobre la imagen de su hijo. Deformidades y malformaciones, derrames de sangre y fluidos corporales, suciedad y deshechos que lo acompañaban formando un siniestro pesebre donde el hijo de un Dios sádico y perverso nacía para mostrar su cara más sórdida a la humanidad: la cara de su propia madre. Agotada se dejó caer en la cama descubriendo súbitamente que al convertirse en una madre, más cerca estaba de la suya. Un escalforío recorrió su espalda, matando a su hijo en el instante donde el aroma maternal que tanto rechazaba se fundía en una sincopada y rebosante simbiosis endogámica de la que era tesitgo atónita.
Lloró al pensar que en los pocos segundos que había durado su imaginaria maternidad, había matado su hijo, quien era su madre, y simultáneamente era ella misma deviniendo carne putrefacta en las entrañas de su propia esterilidad. Subió las escaleras agotada y llorando aún más. Le dió un beso a su madre y escondiendo avergonzada sus arcadas se fue a suicidar.
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