domingo, 5 de septiembre de 2010

De estética y sentidos

Sumido en mis pensamientos quise dialogar con mi ojo encontrando sorpresivamente que no tenía boca. Tendido en la cama escuchaba una perra aullando a un amo ausente que parecía haber olvidado dejarle comida tras salir de su departamento. Un niño en el piso de abajo gemía sobre la injusticias de la escuela entre sollozos y ahogos que disfrazaban el dolor del alma como una enfermedad respiratoria. El viento resopló a través de precarias cortinas silbando entre los géneros que como labios verde oliva decían algo en una noche indescifrable. Quería dialogar con mi ojo y me pregunté si no era mi oreja a quien debía acudir desde un principio.

¿Por qué mi ojo? Recordé una lectura de Kawabata. Perdido en la contemplación y rememoración obsesiva de sus vírgenes, vi desde el sórdido cuarto en el cual me encontraba un cartel que con luces de neón señalaba la existencia de un local nocturno. Tal vez algo de esto quería comentar el viento resoplando en las cortinas. Imaginé convertir con mi ojo los toscos trazos de sus letras en curvas provistas de los movimientos sensuales y límpidos propios de una mujer que no ha probado el sexo. Quise convertir a la mujer que estaba a mi lado en una virgen, como las narcotizadas mujeres de Kawabata. Pareciera que fue mi ojo objeto móvil de un deseo que, aunque incipiente, tenía la potencia de modificar mi realidad suavizando los fríos ángulos de la imprenta occidental por algo más cercano a la caligrafía kanji: una continuidad sinuosa pero elegante. Probablemente si mi ojo tuviera boca me hablaría de esas bellas durmientes que drogadas envuelven con su cuerpo la aparente distancia, pero ominosa cercanía, entre sensualidad y muerte. ¿Será que la caligrafía japonesa evoca en mí una erótica de la muerte a través de la figura de lo femenino? Probablemente esta rememoración provenía del deseo de santificar a la mujer que había contratado. Dibujar sobre sus negros y lisos cabellos una aureola que con su luz pudiera dar un nuevo cariz al sudor que mojaba su frente. Sin embargo el fulgor de esta llama deseante tan solo me permitió transformar un letrero y sus maltrechas luces de neón.

Tal vez en parte porque mi oreja, pendiente del aullido de la perra, del grito del niño y del silbido del viento, diría otra cosa. Probablemente arengaría sobre los motivos del dueño que, en clara negligencia, descuidó a la perra. Probablemente me diría que a la madre incomprensiva se le escapa el llanto del niño como un clamor de amor y afecto. Probablemente me diría que como el viento adolece de un deseo más que el de soplar, lo que silba carece de importancia. ¿Un ojo transparentado por el alucinatorio deseo será más sensible que una oreja atravesada por la escucha distante y analítica? ¿Será su inexperiencia fuente de donde mana su sensibilidad? ¿Habrá más verdad en la neutralidad y el racionalismo? Si mi ojo y mi oreja conversaran probablemente hablarían de esto, de estética y sentidos.

–¿En qué estas pensando?– Me preguntó la anónima mujer que, tendida a un costado de la cama, exhalaba el humo de un cigarro prendido de manera casi automática. En ese momento mi mente dejó de divagar para intoxicarse con la nicotina y aterrizar de manera violenta en las sucias sabanas que sostenían nuestros cuerpos. Una ira indescriptible atravesó relampagueante mis entrañas cuestionando la misma legitimidad de semejante pregunta. –No te pago por preguntar–, pensé sin decir nada al respecto. Me sorprendí de esta reacción frente a la que fuera hace unos segundos mi fantaseada virgen.

–En nada– respondí seco e inexpresivo. –¿Es posible pensar en nada?, ¿Qué acaso no te gustó? –Estuvo bien. –¿Bien nada más? Bueno, es tu dinero.

No era una mujer particularmente hermosa, sin embargo su sensualidad parecía manar de cierta indiferencia con la que trataba los asuntos más ceremoniosos. Este ritual probablemente se repetía una y otra vez con distintos clientes, amoldando su corporalidad a los designios, apetencias e inclusive perversiones del otro. Sin embargo, independientemente del cliente, debía de haber cierta permanencia en este tipo de sesiones. El aspecto ceremonial del ritual, a saber el cigarro, la ducha, el pago, la conversación pautada, el llamado telefónico, era abordado con total o aparente indiferencia. Por otra parte lo excedente y espontáneo, lo novedoso y sorpresivo que como acontecimiento carga de densa y pesada cotidianidad al ritual, dejaba entrever como la luz de neón que se colaba en las cortinas algo de su deseo. Permanecía sin embargo como un total enigma esta expresiva evidencia de indiferencia que recubría como pobres ornamentos nuestra escena. Nuevamente me veía interpelado por la distancia insalvable entre mi oreja y ojo.

Su aparente apatía denotaba desidia y desinterés, una indiferencia propia de quien sólo debe trabajar por unos minutos para luego contar los segundos que aseguran una paga a sus servicios. Era la lectura de mi oreja al “Bueno, es tu dinero” lanzado inclusive con aparente malicia. No obstante pensé e imaginé a la joven e inusual aspirante a geisha Komako de Kawabata. Las geishas son mujeres que cargan de manera ostensible los rituales que practican poniendo en dichas ceremonias un valor que justifica y valoriza inclusive su propia existencia. En Komako había algo de esta indolencia rebelde y juvenil, propia de su virginidad que trataba con total casualidad y descuido. La mujer humeante de sudor y cigarro a mi lado era como una geisha esquiva y contemporánea, esencialmente en aquellos extraños momentos en los cuales sancionaba con su indiferencia lo que hay de ceremonia en el ritual por el cual estaba pagando. Si pudiera pagar por convertir a esta mujer en virgen iluminada por la luz de su santa aureola, probablemente pagaría por verla fumar, mirar al techo y lanzar bocanadas de humo, pedirme el dinero secamente, llamarla una y otra vez por teléfono, que me ofrezca algo para beber, que pregunte por mi trabajo, en fin, que reluzca con la más profana desidia su posición de mujer trabajadora, de geisha, de mi ‘Virgen de la Indiferencia’.

–Estamos en la hora mi amor. Tienes mi teléfono así que cuando quieras me llamas.


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Mención Honrosa, 4° Concurso de Cuentos Breves Yasunari Kawabata (2009), Instituto Chileno-Japonés de Cultura

2 comentarios:

  1. hola Santiago, gracias por haber dejado trazo de tu paso por mi blog, por tu amable lectura y las cosas que evocas, que me han interesado mucho, me encantaría saber más sobre ese estudio de Kawabata, lo femenino y la articulación de esos dos goces tan distintos. Me ha gustado lo que dices de mudez de la pulsión como escritura, y veo que estás en Japón... como ves, mi camino es chino, pero me lleva siempre hacia japón,
    También estoy estos meses algo ausente de la lectura de los blogs, sin duda volveré por aquí en breve para seguir leyéndote,
    saludos

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  2. Gracias por tu visita anónimo objeto a: te confieso que mi alter-ego literario se encuentra en Japón (Santiago, en espíritu, vive allá), aunque el cuerpo que teclea está en otro lugar, más cercano al análisis. También he estado ausente, y probablemente lo esté durante Febrero del universo-blog, pero el tuyo me ha despertado el deseo. Sobre Kawabata, lo femenino, y las modalidades de goce, desde Marzo entro directo en eso. Saludos, y definitivamente seguiré leyéndote.

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